martes, 2 de septiembre de 2008

De Vuelta a Almería.1948

P

or fin mi madre, con muchos sacrificios, logró ahorrar un poco de dinero. Aun no llegándonos para pagar todos los pasajes se propuso por encima de todo regresar a nuestra tierra de origen.

El dinero que teníamos no nos alcazaba más que para dos billetes, pero aún así nos embarcamos en aquella aventura de regreso.

La más perjudicada por esta decisión fue mi hermana María Dolores, ya que por no tener recursos económicos para pagar los pasajes a toda la familia ella tuvo que quedarse en Valencia. Como siempre, estuvo dispuesta a soportar un nuevo sacrificio con tal de que pudiéramos regresar nosotros, así que la única alternativa de supervivencia que le quedaba fue trabajar de empleada de hogar. Mi madre y mi hermana Isabel viajarían legalmente con sus billetes, mientras que mi hermana Rosa y yo viajaríamos de polizones debajo de los asientos del tren.

Como apenas teníamos equipaje no hubo mayor problema, ya que nos fuimos solamente con la ropa que llevábamos puesta.

Mi hermana y yo tuvimos que soportar horas y horas de viaje encajonados bajo los asientos de madera de aquel tren de vapor tan sucio y lento. Cuando llegamos a Huercal-Overa (Almería), salimos de debajo de los asientos encorvados y nos pareció que habíamos perdido la facultad de andar.

El viaje hasta casa tuvimos que hacerlo andando, ya que nosotros no habíamos avisado de nuestro regreso, por lo que no nos esperaba nadie.

Tras doce kilómetros de caminata recién llegados del viaje en tren y bajo el insoportable sol del verano llegamos a la casa de mi abuela materna.

Con lo que no contábamos era con encontrarnos la puerta cerrada y la casa vacía en un estado de abandono. Preguntamos a un vecino por su paradero y nos dijo que hacía ya algún tiempo que no vivían allí. Según palabras de aquel hombre se los había llevado mi tío José Antonio, hermano de mi madre, ya que por su avanzada edad mi abuela no estaba en condiciones de vivir sola y menos de cuidar a mi hermano.

Enterado mi tío de nuestro regreso vino en busca nuestra y nos trajo algo para comer. Ese algo se componía de algo más de un cuarto de jamón, pan, algunos higos y almendras. Con el hambre que llevábamos arrastrando desde hacía tiempo, pronto dimos buena cuenta de todo cuanto nos había traído. A mí todo aquello me supo a gloria, ya que había oído hablar de que existía el jamón pero yo no lo conocía. Aparte de este detalle, mi tío nunca se portó bien con nosotros. Una vez que merendamos, le acompañamos a su casa para ver a mi abuela y a mi hermano. Allí vi a mi abuela ya muy anciana y deteriorada por sus muchos años de sufrimiento.

Mi primera impresión fue que ella ya no coordinaba. No obstante nos reconoció y nos abrazó llorando al mismo tiempo que pedía a mi tío la llave de su casa para que nos fuéramos todos con ella. En realidad ella no sabía el tiempo que llevaba viviendo allí y creía que estaba allí de visita. Él trató de salir de este problema con mentiras piadosas y quitándole esa idea de la cabeza. Pero ella insistía y no cesaba de llorar, no había forma de acallar su llanto.

Mi hermano no mostró ningún interés hacia nosotros. El ya no nos reconocía y no nos consideraba su familia. Para él éramos unos extraños en su vida.

En cuanto a mí, el destino se interpondría una vez más para separarme de mi madre. Ni tan siquiera pude llegar a la casa de mi abuelo paterno, ya que me quedé a mitad del camino.

Un vecino se enteró de nuestro regreso y como le hacía falta un pastor para su rebaño de ovejas se interesó por mí. Este hombre era conocido con el sobrenombre de Diego, el guarda. Así que habló con mi madre y cerraron el trato a pesar de mis protestas, ya que la situación no estaba para desaprovechar ningún trabajo. El trato pactado con este hombre fue mi trabajo por la comida y veinte pesetas mensuales.

Mi madre y mis dos hermanas, Isabel y Rosa, hasta encontrar un techo donde poder cobijarse no tuvieron otra alternativa que irse a vivir con mi abuelo.

Pocos días después de iniciada la convivencia surgieron el malestar y las desavenencias entre ambos.

Mi abuelo se negó a acoger en su casa a unos huéspedes, aunque en este caso se tratase de la familia.

Finalmente mi madre decidió que lo mejor para todos sería irse a vivir a la vieja casa que nos tocó en herencia y que gracias a lo escriturado no se llegó a vender en su día cuando nos fuimos a Valencia.

Aquella casa no reunía ya condiciones de habitabilidad, pues durante toda nuestra ausencia el tío Mariano, hermano de mi padre, la había hecho servir como cuadras para encerrar su rebaño de ovejas. Como pudieron la limpiaron y la adecentaron un poco, para lo antes posible poder instalarse en ella.

Para asegurarse su subsistencia trabajaron en algunas casas de vecinos que necesitaban jornaleros para realizar las faenas del campo y sembrarían algunos cereales en la parte de tierra heredada del abuelo.

De mi estancia con Diego, el guarda, puedo decir que no lo pasé del todo mal, pues aquella familia me llegó a coger cariño y el trato que recibí fue muy familiar. Incluso me compraron una cartilla para que siguiera leyendo y no perdiera lo poco que había aprendido en el albergue. La alimentación, sin embargo, dejaba mucho que desear, pues la situación económica de esta familia no era muy halagüeña.

Todavía seguiría pasando hambre durante algún tiempo, aunque mucho menos que en Valencia.

Mi hermano Domingo se quedaría con mi tío José Antonio durante unos cuantos años, pero no por hacerle un favor a mi madre si no todo lo contrario, para poder sacar provecho de él y hacerle trabajar en sus tierras el máximo posible, a pesar de su corta edad, pues no creo que tuviera más de nueve años. Mi tío solamente tenía dos niñas y en aquella finca hacía falta un varón para realizar faenas del campo, ya que éstas eran muy duras.

Durante todo este tiempo mi hermano sería quien le sacara las castañas del fuego como se suele decir. Todo esto por un plato de comida y poco más, además de los malos tratos físicos que mi tío le solía aplicar, pues en más de una ocasión mi hermano recibió las caricias de éste en cara y espalda.

Mientras, en Valencia, mi hermana María Dolores seguía trabajando de empleada de hogar en la casa de la madre de un cura, pero con tan mala fortuna que cayó enferma de tuberculosis.

Esta gente sin ninguna clase de escrúpulo trató de quitarse el problema de encima alegando que cuando fue contratada ya tenía aquella enfermedad, por lo tanto sin un mínimo de conciencia se propusieron a toda costa despedirla. No obstante, y gracias a la intervención de una monja, mi hermana no se vio abandonada a su suerte con aquella terrible enfermedad. La buena mujer puso todos los medios a su alcance para que pudiera ser ingresada en un sanatorio en la provincia de Valencia. Sola y enferma, el único apoyo familiar que recibió fueron aquellas ansiadas cartas que llegaban de tarde en tarde y que esperaba con ilusión e impaciencia.

Con su fortaleza y mucha voluntad por su parte, supo vencer aquella enfermedad en la más completa soledad. Desde aquí doy las gracias a Dios por tener una hermana así, única y especial. Y también desde estas líneas le mando todo mi cariño y respeto.

No me acuerdo el tiempo que estuve guardando el rebaño de ovejas de Diego, el guarda, pero, aunque me trataba bien, yo deseaba irme con mi madre y esperaba con impaciencia que ocurriera algún motivo fortuito que diera lugar a que éste me despidiera. No habiendo motivo por parte de él, tuve que provocarlo yo.

Este hombre se ausentó de casa para ir a hacer el mercado a Huercal-Overa. Como yo sabía que estaría todo el día fuera, aproveché la ocasión para buscar un motivo y enfadarme con esta buena familia. El motivo que busqué no me acuerdo, pero sí que los puse en apuros, amenazándoles con que me iba a suicidar. Salí corriendo hacia un gran terrero que había cerca de la casa, y mientras corría iba gritando que me tiraba por el terrero. Todos corrían tras de mí para disuadirme de mis intenciones. Y cuanto más corrían ellos, más velocidad cogía yo, pero siempre mirando disimuladamente hacia atrás, para ver si me seguían.

Lo que ellos no sabían era que yo no tenía ninguna intención de suicidarme. Así que un poco antes de llegar a la meta, fui aminorando velocidad con la intención de que me atraparan. Después de echarme una buena reprimenda me condujeron a la casa y aquella tarde no me dejaron salir con el rebaño de ovejas.

De noche, cuando vino el amo, le contaron mi hazaña y como era buena persona quiso perdonarme, pero como en aquellos tiempos se tenían unas ideas anticuadas y extrañas para aplicar el perdón, antes de aplicármelo me dijo:
Arrodíllate, pídeme perdón y bésame la mano.

Esto para mí era mucho castigo, ya que enseguida me vinieron a la mente los tiempos tan duros y dramáticos vividos en aquel albergue de Valencia y pensé que bastante tiempo había vivido ya de rodillas, en aquel lugar de horror para volver a caer otra vez en la misma situación. Y como mi pretensión no era recibir su perdón sino irme con mi madre, con una voz que me salía de lo más profundo de mi corazón, le dije gritando:
¡Jamás volveré a ponerme de rodillas ante nadie!

Ante mi negativa a someterme a sus deseos para poder merecer su perdón, y muy a su pesar suyo porque me había tomado mucho aprecio, al día siguiente se dispuso a llevarme con mi madre. Sinceramente, siento mucho la mala jugada que hice a aquella buena familia, pues en verdad creo que no lo merecían, pero era el único camino que me podía conducir hacia lo que yo más deseaba, mi madre.

Tardamos en llegar a mi casa unas dos horas ya que la distancia era de unos dieciséis kilómetros. Aunque los hicimos con una burra a mí me toco ir andando, como siempre. En verdad que este hombre me llegó a tener mucho aprecio, pero su orgullo pesaba más que su perdón, así que lo vi todo el camino muy triste y más de una vez pude observar que utilizaba su pañuelo, para limpiarse alguna que otra lágrima que le resbalaba por su mejilla. Por el contrario yo iba tan feliz y tan contento, ya que aquel camino me conduciría a quien yo en verdad deseaba ver.

Mis dos hermanas Isabel y Rosa vivieron aún un tiempo en casa de mi madre, pero pronto terminarían por otros derroteros para poder ganarse la vida. Y a mí pronto me salió otro amo, aunque generalmente no me solían durar mucho ya que mi deseo siempre me conducía de vuelta a casa.

Durante esta época mi madre se unió en pareja a mi tío Bernardo, viudo de la hermana de mi padre.

Ambas familias tuvimos una historia muy similar, pues al mismo tiempo que moría mi padre, mi tío también tuvo la desgracia de perder a su mujer. Nosotros somos cinco hermanos y cinco hermanos son mis primos. Nosotros emigramos a Valencia y ellos lo hicieron a Córdoba. Y por si faltaba poco y para que todo coincidiera más, las dos familias regresamos al mismo tiempo a nuestra tierra. Hasta en el sexo de los hijos hubo coincidencia, ya que nosotros somos tres mujeres y dos hombres y ellos son tres mujeres y dos hombres. Los hijos de mi tío son Bernardo, María, Mariano, Isabel y Otilia.

En cuanto al sufrimiento al pasar por el sendero de la vida, creo que las dos familias lo padecimos por igual, quizás de forma diferente pero todos tuvimos que soportar los tiempos difíciles que nos tocó vivir. De toda esta familia sin despreciar a los demás quienes más figurarán en mis memorias son Otilia y Mariano, pues por edad son con los que más relacioné y de quienes guardo un cariño como de hermanos.

Mi madre y mi tío compartieron muchos años de sus vidas, así que, unidos los dos, empezaron una nueva vida en la vieja casa heredada del abuelo. Unieron y trabajaron al mismo tiempo las dos partes de tierra que ambas familias habían heredado. Y con mucho esfuerzo por ambas partes lograron salir adelante, aunque claro está, no sin privaciones pues en aquella época si podías ir medio comiendo ya te podías dar por satisfecho.

Con gran esfuerzo por ambas partes, lograrían hacerse con algunos animales que les ayudaron en gran medida a sobrevivir.

Mi prima Otilia era quien guardaba el pequeño rebaño de ovejas que habían logrado reunir.

Por mi parte, como guardar ovejas no era lo mío y lo único que yo deseaba era estar al lado de mi madre, aguantaba poco tiempo en el mismo sitio, así que iba alternando mi estancia entre mi casa y la casa de algún amo.

Recuerdo un día que regresaba de la finca de ver en la puerta de mi casa una mula atada a la pared. El corazón se me aceleró y pensé que esto no podía ser bueno para mí, y que seguro que el dueño de aquel animal venía a por mí.

No me equivoqué, pues al entrar a casa vi a un hombre hablando con mi madre y mi tío. Casi no me dio tiempo a entrar cuando mi madre me dijo:
José Antonio, prepara el hatillo que te ha salido amo.

No hace falta decir que este “chollo” no fue de mi agrado, pero ¿qué podía hacer? De momento tendría que irme a trabajar y después lo dejaría en manos del destino. Así que no habiendo otra alternativa me dispuse a irme con mi nuevo amo.

Este hombre pronto se percató de mi malestar y que su presencia no era de mi agrado, e intervino diciéndome que con él iba a estar muy bien, que en su casa podría comer muchos higos, pues según afirmó en su finca abundaban las higueras. El pacto de mis honorarios fue trabajo por la comida y treinta pesetas mensuales.

Nos pusimos en marcha, y partimos hacia su casa. Él, como todos los amos, montado en la mula y yo, para no perder la costumbre, andando. No obstante a mitad de camino pudo percatarse de mi cansancio, y creyendo hacerme un favor me dijo:
Zagal, cógete a la cola de la mula y el camino no se te hará tan pesado.

Además del frío intenso que hacía se nos hizo muy tarde y llegamos ya bastante entrada la noche. Creo que tardaríamos sobre unas dos horas en el trayecto.

La primera impresión que tuve sobre esta familia no fue buena, y no me equivoqué, pues para empezar la cena era más bien pobre y no me quedé satisfecho. En cuanto a mi dormitorio, como de costumbre sería el pajar, es decir, donde se metía la paja para los animales. Me dieron dos mantas viejas de las que se utilizaban para aparejar las burras y ¡apáñate! Así que pensé que una haría de colchón encima de la paja y la otra la emplearía para taparme. El inconveniente de estos aparejos era el mal olor que desprendían al estar manchadas de las rozaduras de los animales.

Tanto a los muleros como a los pastores, una gran mayoría de aquellos patrones procuraban apartarlos siempre de lo que se consideraba la casa familiar, mandándoles a dormir cerca de donde encerraban a los animales. Generalmente era en cuadras y pajares.

Existía una diferencia de trato muy grande entre el clan familiar y los sirvientes, mirando a éstos como si fueran bichos raros. Aunque siempre había excepciones y había quien te daba un buen trato familiar. La mayoría de los que guardaban tantas diferencias eran los que se creían “los riquillos” de la comarca.

A este señor se le conocía con el sobrenombre de el “tío Pedro Oliver” y nunca olvidaré lo mal que lo pasé.

En ese momento tenía yo unos once años y me hacían levantar antes de que saliera el sol. Hasta que sacaba el ganado a pastar mi faena era picar esparto. Esto para mi edad era un trabajo muy duro, pero allí no había compasión para los niños, solamente trataban de sacarnos el mayor rendimiento a cambio de nada.

El esparto es una planta con cuyas hojas se fabrican cuerdas, alpargatas, cestos y otras muchas cosas. Por lo tanto se necesitaba un material duro y resistente. Para manejarlo había que tener unas manos fuertes y duras porque te cortaba las manos en cuanto te descuidabas.

Después de picar el esparto nos comíamos las migas, que por cierto pecaban de escasas. A continuación sacaba el ganado de la cuadra a pastar.

El rebaño estaba formado por unas cincuenta ovejas y unas veinte cabras. Antes de salir con el ganado me daban la merienda para que me la llevara, ya que no regresaría hasta la noche. Esta merienda se componía de un puñado de higos secos y nada más. Si los higos me los daba uno de sus hijos todavía se podían comer, pero si me los daba la dueña me daba de los que tenían asignados para los animales, es decir, de los que se habían caído al suelo y eran recogidos para secar, y una vez secos, eran destinados a los cerdos. Siempre estaban llenos de piedrecillas incrustadas y me costaba mucho comerlos, aunque como pasaba mucha hambre ya que las migas eran muy escasas, no tardaba en comerme los higos. Cuando llegaba la hora de merendar ya no tenía nada que llevarme a la boca y por lo tanto hasta que no llegaba la hora de la cena, que también pecaba de poco, había que aguantar.

En la temporada de verano no pasaba tanta hambre pues las higueras abundaban en toda aquella finca y al ser temporada de higos los cogía yo mismo.

Un día de aquellos en que el hambre se me hacía insoportable, no paraba de darle vueltas a la cabeza de cómo podría solucionar mi problema, y entonces me pregunté cómo podía ser que los cabritillos estuvieran gordos sin apenas comer hierba.

No lo pensé más, a partir de ese momento todos los días cogía una cabra de las que estaban criando y poniéndome la teta de la cabra en la boca, aprendí a mamar igual que un cabritillo. Desde entonces, los cabritos y yo compartiríamos la teta como buenos hermanos. Y de esta forma solucioné, en parte, mi necesidad de comida.

Del frío para qué contar, pues mi vestuario se componía de unos pantalones remendados, una camisa, un jersey, y de calzado unas albarcas, (actualmente alpargatas o zapatillas) fabricadas con restos de neumáticos inservibles para los camiones. Este calzado particularmente en invierno era muy frío, más cuando no tenías calcetines que ponerte como era mi caso, dando lugar a que no te libraras de los dolorosos sabañones en los pies. Las orejas tampoco se libraban de ellos y hasta se me pelaban cayéndose la piel a pedazos, ya que no tenía ni una triste bufanda para resguardarme del frío.

Tampoco puedo olvidar aquel miedo horroroso que llegué a sufrir en aquella casa, ya que en temporada de verano el rebaño no se encerraba en los corrales, para aprovechar al máximo la luz del día y que las ovejas no dejaran de pastar. Así que a mis once años todas las noches tenía que dormir en el campo con los animales, que apenas veían la luz del día se dispersaban en busca de la ansiada comida.

Para evitar quedarme dormido y que el rebaño se dispersara dañando las fincas ajenas, anudé el extremo de una cuerda de unos treinta metros aproximadamente a mi pierna y el otro extremo a la pata de una oveja, de esta manera cuando la oveja intentaba seguir al resto de las ovejas tiraba de mí e inconscientemente hacía de despertador.


Llegó un día en que no quise aguantar más esos maltratos y le dije a aquel hombre que me quería despedir del trabajo. Él, para impedir que me marchase, mintió diciéndome que mi casa se había caído. Según él, el peso de la nieve había hecho ceder al tejado y mi madre se había ido a Valencia a ver a mi hermana María Dolores. Eso me retuvo y me hizo desistir de mi propósito ya que lo decía tan convencido que llegué a creérmelo, pues coincidió que aquel año había nevado mucho y mi casa era muy vieja. En cuanto a lo de Valencia también podía ser posible que mi madre hubiera ido a ver a mi hermana. En fin, que de momento seguiría aguantando hasta que volviera mi madre.

No duró mucho esta situación, ya que pronto volví a aburrirme y un día, sin mediar palabra y teniendo las cosas muy claras, saqué el rebaño a pastar y dejando a las ovejas solas emprendí el camino hacia mi casa. No esperé ni tan siquiera a cobrar la miseria del salario que me pagaban. Aunque lo peor vino después, cuando llegué a mi casa, pues lo que hice dejando el rebaño abandonado no se podía hacer, por lo tanto la reprimenda por parte de mi madre y el tío Bernardo fue tremenda. Menos mal que como siempre salió en mi defensa mi prima Otilia e hizo que mi madre se suavizara un poco, viniéndose a razones cuando se enteró de los malos tratos allí recibidos.

Para esta gente sin escrúpulos se merecen el mayor desprecio de la sociedad, ya que con tal de enriquecerse no les importo, mi desamparo, mi corta edad y mi sufrimiento.

No sé el tiempo que estuvo mi hermana María Dolores en aquel sanatorio de Valencia, pero lo que sí se es que le dieron el alta y se vino a la casa de mi madre, allí estuvo unos meses de convalecencia para reponerse un poco y una vez que ya se vio con fuerzas, se puso a trabajar cerca de Isabel y de Rosa en Vélez-Rubio.

Yo continué con el único trabajo que a mi edad podía hacer, guardar rebaños de ovejas, unas veces con unos y otras con otros, porque como se suele decir yo tenía “culo de mal asiento” y no aguantaba mucho tiempo en el mismo sitio.

Otro de mis amos fue “Vicente el molinero”. No estaba muy lejos de mi casa, supongo que a unos cinco kilómetros. El trato laboral con Vicente fue la comida más cincuenta pesetas todos los meses. Además de guardarle el rebaño, en los ratos de descanso en que las ovejas estaban encerradas no me dejaba parar ni un momento, estando siempre pendiente de mí. Sinceramente creo que las cincuenta pesetas que me pagaba las tenía bien merecidas. Seguía durmiendo en el pajar, pero al menos allí no llegué a pasar hambre.

Una tarde en que me encontraba pastando el rebaño, vi a un pastor conocido y colindante de aquella finca que portaba un viejo revólver. Dada mi afición a las películas de vaqueros instantáneamente pensé en hacerme con aquella arma ¡por fin podría satisfacer mi deseo!

Pronto entablé conversación con él y aún sin tener dinero le pedí que me lo vendiera. Éste no demostró ningún interés en deshacerse de aquella arma, pero tanto insistí que al final le convencí.

Lo que no estaba al alcance de mis posibilidades era el precio que exigía para venderla, ya que las cincuenta pesetas que me pedía era todo cuanto ganaba en un mes. Y aunque a mí no me habría importado pagarle el precio exigido yo no percibía la mensualidad de mi trabajo, ya que al ser menor de edad la que cobraba era mi madre.

Como yo no tenía acceso al dinero y sabía con seguridad que mi madre no iba a consentir este capricho mío, no dejé de darle vueltas al asunto hasta que encontré la manera de conseguir el arma.

Este pastor, su padre y sus hermanos eran muy aficionados a la caza de la perdiz con reclamo. Para satisfacer su afición solían levantarse antes de que amaneciera y trasladándose al campo situaban la jaula con la perdiz a unos cuantos metros de ellos. Pacientemente esperaban escondidos tras un parapeto a que empezara a cantar y de esta manera atraer a otras perdices para el apareamiento. Una vez que venían disparaban matando a todas cuantas podían.

Entonces le propuse un cambio, el revólver por una perdiz de reclamo. Mi oferta era muy tentadora ya que en aquella época se llegaba a valorar mucho a la perdiz si era buena, llegándose a pagar hasta quinientas pesetas si el macho de perdiz era bueno y cantaba bien, pues generalmente era macho el que utilizaban para el reclamo. Me preguntó si era buena cantando y, por supuesto, le dije que sí, que era buenísima y que no paraba de cantar todo el día. La verdad yo no sabía ni tan siquiera si cantaba, yo solamente pensaba que tenía que hacerme con aquel revólver costara lo que costara. Aceptó con la condición de que si yo le había mentido y no era buen reclamo, tendríamos que deshacer el trato.

Lo malo de todo este lío es que yo no tenía ninguna perdiz, sino que le estaba vendiendo una que tenía un hijo de mi tío Bernardo. Una vez que aceptó el trato le propuse que cuidara de los dos rebaños mientras que yo iba a la casa a por la perdiz. Aceptó y así lo hicimos.

Corrí a casa y no tuve gran dificultad para llevarme la perdiz, ya que mi madre y el tío Bernardo estaban trabajando en el campo y la jaula estaba colgada en la pared de la casa. Descolgué la jaula de la pared, cogí la perdiz y la metí dentro del morral que utilizaba para llevarme la merienda. Dejé caer la jaula ya vacía y con la portezuela abierta al suelo y así simular la huída de este pobre animal.

Después volví corriendo donde estaba el pastor e hicimos el cambio y por una vez me sentí satisfecho de haber conseguido lo que más me ilusionaba en ese momento, tener un revólver y poder disparar igual que lo hacían los pistoleros de las películas.

Aunque no tenía munición yo me las ingeniaba para poder disparar. Como no tenía balas lo que hacía era introducir la pólvora directamente por el cañón y con una varilla de hierro la iba presionando y añadiéndole pequeños tacos de cartón y escoria de hierro y de cebo usaba una cabeza de una cerilla.

Como mi amo era cazador y tenía cartuchos en abundancia, le sustraía algunos y vaciaba la pólvora para poder emplearla. Cuando sacaba el rebaño a pastar mi pasatiempo era pegar tiros a todo lo que se moviera. Tuve suerte de que el amo nunca descubriera el revólver porque no quiero pensar lo que se me habría venido encima.

Al poco tiempo el pastor me comunicó que había que deshacer el cambio, porque según él la perdiz no cantaba. Me quedé sin revólver, pero vendí la perdiz por diez pesetas.

Al llegar el día de fiesta que tenía asignado para ir a mi casa a cambiarme de ropa, pude enterarme por mi madre de que mi tío Bernardo y mi tío Mariano habían discutido y poco faltó para que llegaran a pegarse. El tío Bernardo al ver la sustracción de la perdiz, no dudó en echar la culpa a los hijos del tío Mariano, que por cierto en aquella comarca tenían muy mala fama. Pero como dice el refrán “unos tienen la fama y otros cardan la lana” y en este caso mi tío se equivocaba.

No logro acordarme del tiempo que duré trabajando con “Vicente el molinero”, pero mucho seguro que no.

Mi poco aguante en el trabajo, llegó a ocasionarme problemas en mi vida laboral, llegando al extremo de que en aquella comarca ya no era capaz de encontrar trabajo. Pero como dice el refrán “Dios aprieta pero no ahoga” y la casualidad quiso que mi primo Mariano, hijo de mi tío Bernardo, me solucionara en parte el problema.

Mi primo Mariano un día se fue de casa sin mediar palabra y llegaron incluso a darlo por muerto. En realidad todo ese tiempo estuvo trabajando a sólo treinta y cinco kilómetros de donde vivía su padre. No sé lo que le motivó a tomar esta decisión y tampoco se lo pregunté nunca, ya que considero que esto es muy personal y no tiene por qué compartirlo con nadie si ese es su deseo. Lo que sí que me contó es que nunca dijo a sus patrones su procedencia, y respecto a su familia se limitó a decirles que él era huérfano y no tenía a nadie. Supongo que les mintió para que le dejaran tranquilo ya que no le interesaba que su familia supiera de su paradero.

Un día, cinco años después de su marcha, apareció mi primo causando en todos una inmensa alegría, pero en mayor medida a su padre y hermanos.

Yo no sé lo que se puede sentir al ver el regreso de un ser querido que piensas que ya no está en este mundo y que de pronto, sin esperarlo, te cae del cielo, pero pienso que debe ser lo más grande que te puede ocurrir.

Llegué a compenetrarme muy bien con él y juntos recorrimos una gran etapa de nuestras vidas, aunque éstas fueron más desgraciadas que afortunadas.

Cuando vio lo difícil que era encontrarme otro trabajo le propuso a mi madre que me dejara ir con él, a la comarca que él trabajaba. En aquel lugar buscaría algo para mí, ya que el trabajo allí estaba mejor remunerado y se comía mucho mejor que en nuestro pueblo de origen. Como yo tenía unas ganas enormes de irme con él y mi madre nos dio el consentimiento, una mañana temprano nos dispusimos a partir a mi nuevo destino.

El transporte que utilizamos fue con el que la madre naturaleza nos ha dotado a todos, las piernas. El punto al que nos dirigíamos distaba de mi casa treinta y cinco kilómetros y por eso llegamos ya muy entrada la noche.

No tuve grandes problemas en encontrar trabajo y, gracias a la ayuda de mi primo, pronto estaba guardando un rebaño de ovejas. Aunque el trabajo no me gustaba no estuve tan mal como en sitios anteriores, pues la comida era abundante y el salario mucho mejor, cien pesetas al mes. Del trato tampoco me podía quejar, excepto que mi dormitorio, como siempre, sería el pajar.

La relación que tenía con mi primo era como de hermano, así que el día que conseguíamos fiesta nos íbamos los dos al cine ¡que tanto me gustaba a mí!

A los siete u ocho meses de mi estancia allí decidí ir a ver a mi madre y le pregunté si quería acompañarme. Quedamos de acuerdo en pedir un permiso a nuestros “Amos” que nos concedieron una semana sin ningún problema.

Alquilamos dos bicicletas y emprendimos viaje hacia la casa de nuestros padres.

Durante el camino éste me comentó que para presumir de bicicleta podíamos mentir a nuestros padres diciéndoles que eran nuestras, pues por aquel tiempo un trabajador no tenía acceso ni a tener una bicicleta, ya que se necesitaba todo el sueldo de un año para poder comprarse una.

El sábado, día de mercado en Vélez-Rubio, era el día que debíamos volver. Mi tío Bernardo nos acompañó un rato ya que tenía que ir al mercado a comprar unas cosas. Nosotros íbamos en las bicicletas y él empleó la burra.

Una vez que llegamos al pueblo nos dirigimos a la casa de una tía de mi primo.

Mientras almorzábamos mi tío y su hermana salieron de casa hacer las compras rutinarias, dejándonos a los dos solos.

Una vez que terminamos de almorzar cerramos la puerta y salimos a dar una vuelta por el pueblo, y a nuestro regreso nuestro asombro no tuvo límites. Vimos a la tía de mi primo llorando desconsoladamente y mi tío a su lado y muy enfadado.

Cuando preguntamos qué le había pasado la mujer nos gritó:
Bien sabéis vosotros el motivo ¡ladrones!, o me devolvéis el reloj o voy a denunciaros a la Guardia Civil.

Según ella estando los dos solos en casa habíamos aprovechado el momento de su salida para sustraer el reloj, y que aunque no tuviese un gran valor, era un recuerdo de su marido ya fallecido. También dijo que por encima de todo tenía que aparecer.

No cabe duda que para ella los ladrones éramos nosotros. Nos miramos a los ojos con recelo, creyendo cada uno que el culpable era el otro. Como yo estaba seguro que no había sido, mi sospecha recayó en mi primo pensando que ya había hecho alguna de las suyas.

Aquella mujer estaba llorando y muy furiosa con nosotros, pero mi tío no se quedaba atrás, pues rápidamente intervino amenazando, y dirigiéndose a nosotros nos dijo:
Ir y daros una vuelta por el pueblo para que recapacitéis, os doy una hora para que os lo penséis bien y devolváis el reloj. De lo contrario, además de denunciaros a la Guardia Civil, ¡os juro! que probareis mi correa en vuestras costillas.

Obedecimos a mi tío y, como él dijo, nos dispusimos a dar una vuelta por el pueblo. No había hecho nada más que poner un pie en la calle cuando muy furioso me encaré con mi primo diciéndole que devolviera el reloj, pues sabiendo que yo no lo había cogido, no me cabía la menor duda que había sido él. El insistió casi llorando que no lo había cogido, llegando incluso, a jurarlo por su madre ya fallecida.

Ante el temor de que su padre pudiera pegarle una paliza decidió huir y me preguntó si quería acompañarle. Los castigos en aquella época eran muy duros y solían aplicarlos en el acto.

El problema eran las bicicletas, pues teníamos que devolverlas a su dueño al día siguiente y nos era imposible hacernos con ellas ya que las habíamos dejado en casa de la tía de mi primo.

Con la ropa que llevábamos puesta, sin apenas dinero y sin las bicicletas emprendimos la huída andando y siguiendo el curso de la carretera hasta llegar a Puerto Lumbreras, el lugar donde teníamos el puesto de trabajo.

Durante el camino, cada vez que veíamos pasar un coche, que por cierto no eran muchos, nos escondíamos en las cunetas, porque teníamos miedo de que ya se hubiera efectuado la denuncia y viniera a por nosotros la Guardia Civil.

Apenas daban los primeros rayos de sol cuando llegamos a la casa en la que yo prestaba mis servicios. Tocamos a la puerta y nos abrió la señora de mi Amo que todavía se encontraba en la cama, ya que estaba en un estado avanzado de gestación y casi siempre estaba acostada. Desde su habitación me ordenó que almorzara y después que sacara el rebaño a pastar, ya que su marido había madrugado más y se encontraba haciendo las labores del campo.

Esto nos vino cuadrado para poder hacer lo que ya teníamos pensado. Cogimos un pan de aquellos grandes de varios kilos, de los que normalmente se hacían en aquellas casas de campo, más medio jamón, un queso y dos o tres tripas de salchichón y ¡pies para que os quiero! Salimos corriendo y deseando poner la mayor distancia en el menor tiempo posible. Así que aquella pobre mujer se quedó con el rebaño encerrado en los corrales, sin el jamón, el pan y el queso que le sustrajimos. Fue simplemente un acto de supervivencia, ya apenas llevábamos dinero y nuestro miedo a la Guardia Civil nos empujaba a tener que seguir huyendo.

Andando y con la idea de poder subir a un tren, nos dirigimos a la estación de ferrocarril de Almendricos, que estaría a una distancia de unos siete u ocho kilómetros.

Allí almorzamos un poco de lo que llevábamos y decidimos sacar dos billetes. La dirección de nuestro destino sería el primer tren que llegara, mientras que fuera lo más lejos posible, pues igual nos daba a Andalucía o Alicante.

Preguntamos en la taquilla cuál era el primer tren que pasaba y nos dijeron que el primero que pasaba era con dirección hacia Granada. Con el dinero que disponíamos podíamos llegar hasta Albox. Así que cogimos ese primer tren y nos dirigimos a ese pueblo de Almería, no sin antes escribir una carta al dueño de las bicicletas comunicándole donde podría recogerlas.

Llegamos a Albox y terminó nuestro viaje por ferrocarril. Tuvimos que seguir el camino andando y nos dirigimos hasta Cantoria. En este pueblo descansamos y pasamos la noche, pues estábamos rendidos y con los pies llenos de ampollas. En cuanto a dormir ¿qué puedo decir?, sin un duro en el bolsillo, no nos quedaba más remedio que nuestro techo fuera el cielo y nuestra cama el suelo.

Lo mejor de esta aventura sería que nos libraríamos de pasar frío ya que era temporada de verano. Tampoco nos quedamos sin cenar gracias a los suministros que sustrajimos a mi antiguo Amo.

Al darnos en la espalda los primeros rayos de sol nos despertamos y, después de almorzar un poco, emprendimos un camino cualquiera, ya que ni nosotros mismos sabíamos que rumbo seguir.

El camino nos condujo a un pueblo llamado Oria, donde hicimos otro descanso aprovechando para comer un poco de lo que nos quedaba. Continuamos sin saber que dirección tomar. Aparte de la fiebre que empecé a padecer, iba tan cansado y tan dolorido que me era imposible continuar. Las ampollas habían aflorado en los pies y se habían reventado. Incapaz de andar un paso más me senté llorando a la sombra de un árbol, y aunque mi primo trataba de animarme para continuar, mis fuerzas flaqueaban y por un momento me arrepentí de haberle seguido.

Hay que tener en cuenta que entre los dos existía una diferencia de edad de cinco años, mientras él tenía diecisiete yo apenas tenía doce.

Cuando el desánimo y la desesperanza parecía que ya nos habían vencido, ocurrió lo que a mí me pareció un milagro. Un hombre bajaba por un polvoriento camino montando un caballo y con un mulo de vacío atado tras la grupa de éste. Al pasar a nuestra altura se paró en seco, preguntándonos hacia donde nos dirigíamos y si buscábamos trabajo. Sin apenas dejarle terminar la frase, mi primo le cortó en seco y le dijo que precisamente su destino era el nuestro.

El hombre se lamentó de cómo se encontraban mis pobres pies y preguntó cómo habíamos llegado a ese extremo. Mi primo le dijo que era a consecuencia de tanto andar para buscar un trabajo, ya que llevábamos más de dos días andando.



El trabajo que este hombre nos ofreció fue para segar el trigo de su finca, pues en este momento precisamente se dirigía al pueblo vecino en busca de segadores. El salario que nos ofreció fue la comida más quince pesetas diarias para mi primo, y diez pesetas para mí, ya que según él mi rendimiento no sería igual al de mi primo, por considerarme muy pequeño para realizar aquellas faenas tan duras.

Aceptamos sin dudarlo y le seguimos montados en el mulo que iba de vacío y que era precisamente el que iba a utilizar para llevarse a los segadores que buscaba.

Aquella finca era muy grande y los campos de trigo parecían no tener fin, siendo la jornada laboral de sol a sol.

En aquel tiempo no existían las máquinas de segar y había que hacerlo todo de manera manual a pesar del calor abrumador.

Aquel hombre se portó muy bien conmigo, no permitiendo que segara hasta que mis pies mejoraron un poco.

De la comida tampoco nos podíamos quejar. Era buena y abundante, pero este trabajo para mi corta edad era demasiado.

A los quince días de estar segando me sentía completamente exhausto y me veía incapaz de seguir. Le dije a mi primo que quería volver a casa, pues yo no tenía nada que temer, al menos por parte de mi madre, ya que era incapaz de pegarme.

Lo suyo era otra historia. Él a su padre además de respeto siempre le había tenido miedo, por lo que no estaba dispuesto a dejar el trabajo y menos a enfrentarse a la amenaza que en su día quedó pendiente por nuestra precipitada huida.

Así que yo solo pedí la cuenta al dueño de aquella finca. Este respetó mi decisión y me pagó lo que me correspondía.

Emprendí el camino de retorno hacia mi casa andando para no perder la costumbre. Me costó todo un día llegar a casa pero no fue ningún problema, ya que estaba acostumbrado a realizar largos recorridos.

Cuando divisé mi casa se apoderó de mí el nerviosismo, pues aunque sabía que mi madre no me iba a pegar, mi temor por todo lo acaecido era evidente, ya que pensaba que sobre nuestras cabezas pesaba una denuncia y no tenía tan claras las consecuencias de todo esto.

Todo mi temor quedó solventado al oír de la boca de mi madre que ya no teníamos nada que temer. Habían cogido al verdadero ladrón.

Sobre esta situación me gustaría comentar que como humanos que somos, debemos perdonar, pero olvidar ¡jamás! Porque la falta de perdón es como si a diario tomáramos un veneno a gotas y que al final nos acaba matando. El perdón no significa que estemos de acuerdo con el mal que nos pudieron hacer, ni que lo aprobemos, ni siquiera que lo olvidemos. Y la mayoría de las veces a quien tendríamos que perdonar es a nosotros mismos, por todas las cosas que no fueron como nos hubiera gustado que fueran.

Después de dejar a mi primo y no teniendo nada que temer, ya que el caso del reloj estaba cerrado, estuve dos meses en casa en compañía de mi madre, el tío Bernardo y Otilia.

No encontrando trabajo por aquella comarca tomé la decisión de ir a buscarlo a Lorca, ya que había oído hablar que por aquellos campos había más probabilidades de encontrar trabajo y además estaba mejor remunerado.

Mi madre se opuso ya que consideraba que quedaba demasiado lejos pero yo no dejé de insistir hasta que al final cedió a mis pretensiones. Llegó el día de partir y me despedí de mi madre.

Esta vez no haría el viaje andando, ya que mi madre me dio dinero para el transporte.

Cogí el autobús en Vélez-Rubio y me dirigí hacia Lorca con la esperanza de que la suerte jugara a mí favor.

A siete kilómetros de Lorca encontré un nuevo patrón y esta vez lo mejor era que no tendría que cuidar un rebaño.

Mi nuevo patrón era un hombre ya mayor que vivía solo con su mujer, ya que el único hijo que tenía estaba casado y solía visitarlos en muy pocas ocasiones.

La pobre mujer era ciega y estaba imposibilitada para hacer las faenas del hogar. Sin embargo, el problema quedaba solventado en parte por la ayuda de una sobrina que venía tres o cuatro días a la semana. Desde luego no gratuitamente ya que cobraba las horas trabajadas en aquella casa.

En cuanto a mi trabajo consistía en hacer las faenas rutinarias del campo, como labrar la tierra, regar y recolectar hortalizas como tomates, pimientos, melones, etc. Esto lo solíamos llevar al mercado de Lorca donde era vendido al mejor postor.

El trato de este hombre conmigo era muy familiar, y por segunda vez en mi vida me encontraba a gusto en un trabajo, y además, haciendo lo que era de mi agrado. El único inconveniente que había era la incompatibilidad de caracteres entre su sobrina y yo, ya que no parábamos de discutir en todo momento, hasta el punto de crear problemas a nuestro patrón con nuestras continuas discordias. Llegué a odiar a esta chica de tal forma que con su sola presencia me ponía enfermo.

La situación llegó al límite hasta tal punto que puse al dueño entre la espada y la pared, o la despedía a ella o me iba yo. Con este proceder tan insolidario y egoísta por mi parte, puse a mi patrón en un compromiso. Él trató por todos los medios que hiciéramos las paces, ya que no quería despedir a ninguno de los dos, pero como yo estaba dispuesto a salirme con la mía, no daba mi brazo a torcer y mi orgullo pudo más que yo impidiendo nuestra reconciliación.

Ante mi negativa a reconciliarme el despedido, como es natural, fui yo y no su sobrina. Sinceramente creo que este hombre hizo lo correcto y para una vez que encontré un trabajo de mi agrado, un buen trato familiar y que no me falta comida, perdí por mi tozudez lo mejor que había tenido hasta la fecha.

Ahora con la distancia pienso que el único culpable que hubo allí fui yo y que aquella chica en realidad no dio motivos para que yo obrara así. Lo que siento es no haberla visto nunca más para por lo menos pedirle perdón.

Me despedí de aquella familia y me dispuse a coger el autobús que me conduciría de nuevo a Vélez-Rubio, aprovechando de paso para ir ver a mis hermanas que trabajaban en esa localidad.

En esta ocasión sí que tendría que hacer el camino andando, las dos horas que me costaba llegar a mi domicilio no me las iba quitar nadie, pero a eso ya estaba acostumbrado.

Aproveché ver a mi madre, coger unas vacaciones y disfrutar todo ese tiempo estando al lado de ella, que es lo que yo siempre deseaba.

Una de mis hermanas, Isabel, harta de su explotación y del mísero salario que cobraba, cien pesetas al mes, decidió probar suerte y emigrar a Barcelona, convencida de que allí mejoraría el salario.

Y efectivamente lo consiguió, pues de las cien pesetas que cobraba anteriormente pasó a cobrar cuatrocientas. No tardarían de seguirle mis otras dos hermanas, María Dolores y Rosa, pues en el pueblo lo único que les esperaba era un futuro incierto. Por lo tanto las tres fijaron su residencia definitiva en Barcelona, donde Isabel no tardó en casarse y tener descendencia.

Mi hermano Domingo siguió con mi tío José Antonio por unos cuantos años más.

De nuevo, y por un corto espacio de tiempo, volví a trabajar por la comarca recorriendo varios “Amos”. Mi poco aguante en aquellos trabajos, debido a mi oposición al sometimiento ante aquellas injusticias, me causó muchos problemas, ya que los que me conocían no querían contratarme y originó el que allí ya no encontrara trabajo, aunque tampoco tenía mucho interés de encontrarlo.

No tan de acuerdo estaba mi madre, pues siempre me decía que sin trabajar no podía estar, y opino que tenía toda la razón, ya que la economía no daba para más.

Como en esta ocasión tenía tiempo libre y no sabía que hacer, no paraba de pensar y de darle vueltas a la cabeza y en este caso no para bien, ya que la idea que me vino a la cabeza fue absurda y descabellada.

Durante el tiempo que estuve trabajando en aquella casa de Lorca había podido observar que mi antiguo “Amo” tenía un viejo revólver en el desván y me dije a mí mismo: ¿por qué no hacer un viaje y hacerme con aquel revólver?

Mentí a mi madre diciéndole que me iba a buscar trabajo y me puse en camino hacia Lorca.

Hoy en la actualidad pienso la poca cordura que debía de tener yo para disponerme a andar cincuenta y cuatro kilómetros de ida y otros tantos para la vuelta sólo para robar a mi antiguo “Amo” un revólver viejo, fuera de servicio, y que no servía para nada. Además, éste era el pago que yo daba a un hombre que me trató como persona.

Salí al amanecer y llegué entrada la noche a la casa de mi antiguo patrón, no sin antes haber conseguido que afloraran las ampollas en mis pies.

Me refugié y pasé la noche en un pequeño pajar que tenía este hombre a unos sesenta metros de la casa. No me costó gran esfuerzo quedarme dormido, ya que me encontraba horriblemente cansado de tanto andar.

Antes de que saliera el sol desperté y me dediqué exclusivamente a vigilar la casa, esperando que aquel hombre la abandonara para realizar sus labores rutinarios en el campo. Como las salidas que hacía me las conocía como la palma de mi mano, en cuanto abandonó su casa aproveché el momento para entrar procurando hacer el menor ruido posible al andar.

Me dirigí directamente al desván donde yo sabía que encontraría el revólver y rápidamente lo cogí procurando salir veloz como un rayo.

A pesar de que la mujer no veía nada sí tenía el oído muy desarrollado y pude oírla preguntar:
¿Quién anda ahí? ¿Quién anda ahí?

Si el llegar hasta aquí me costó trabajo, de mi regreso a casa no quiero ni hablar.

A mitad de camino se me hizo de noche. Con los pies doloridos al haberse reventado las ampollas que tenía de tanto andar y con una noche oscura y sin luna, me acosté en el suelo de un descampado y allí esperé que llegase el día siguiente para intentar continuar.

Ni tan siquiera pude dormir pues el frío era muy intenso y toda la noche la pase tiritando y con mucho miedo por la oscuridad que me envolvía.

Al amanecer del día siguiente intenté seguir mi camino. El dolor de pies era insoportable y por un momento me arrepentí y deseé no haber comenzado este viaje. Pero el mal ya estaba hecho, ahora se trataba de ver cómo podía llegar a mi casa. Al final lo conseguí, llegando en un estado lamentable.

A mi madre le dije que no había encontrado trabajo y había tenido que volver.

Seguí por un corto período de tiempo en casa sin intención de buscar trabajo, pues lo que yo podía encontrar allí no era lo mío y me encontraba completamente desmotivado.

No paraba de pensar cómo podría librarme de aquella explotación inhumana, con unos salarios que no te llegaban ni para comprarte una camisa. Había sufrido demasiados abusos y me oponía a todas aquellas injusticias sociales. No estaba dispuesto aceptar aquel sometimiento y aquella esclavitud.

Me di cuenta que yo no encajaba allí y que como fuera debía intentar salir de aquel mundo sin formación, y por tanto sin futuro.

Debía probar otros caminos diferentes a los que allí conocía. Aunque a mi edad, ¿qué podría hacer yo?

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