martes, 2 de septiembre de 2008

Mi Ingreso en la Marina.1953

H

abiendo oído que a la edad de quince años tenía la posibilidad de ingresar de corneta en Infantería de Marina, no me lo pensé más, pedí permiso a mi madre y me dispuse a arreglar la documentación necesaria para ingresar.

Todo salió bien, así que para bien o para mal, el veintisiete de febrero del año 1953 ingresé en el Cuerpo de Infantería de Marina, como Educando de la Banda de Cornetas y Tambores de Cartagena.

Firmé un contrato con La Marina por cuatro años. Ese contrato tendría que cumplirlo hasta el último día, tanto si me iba bien, como si me iba mal, aquí si que no había vuelta atrás, tendría que cumplirlo con todas sus consecuencias.

La disciplina allí era muy rígida, pero ni punto de comparación con la que sufrí en el albergue de Valencia, y si en el albergue aguanté ¿por qué no iba aguantar allí?

En aquellos tiempos la indisciplina solían castigarla en el acto, y todos sabemos cómo funcionaba el ejército en la dictadura de Franco, te pegaban dos guantazos y te quedabas con ellos sin rechistar. Lo más gracioso era que después de aplicarte el castigo, tenías que cuadrarte poniéndote firme y decir al maltratador:
¿Manda alguna cosa más, mi sargento? - Degradante ¿verdad?

Allí volvería a pasar hambre, excepto por los paquetes que me enviaba mi madre.

Después de aprender a tocar la corneta estuve poco más de un año en aquel cuartel.

Disfrutaba dos permisos al año: treinta días en verano y quince días en Navidad. Desde luego todo esto condicionado con la buena conducta, pues un acto de indisciplina o un castigo de calabozo era suficiente para perder el derecho a esos permisos.

Al año me destinaron de corneta a un barco que se llamaba “crucero Miguel de Cervantes”. Con este barco tuve la suerte de poder ver a mis hermanas en Barcelona.

En una de las visitas del general Trujillo, presidente de la República Dominicana, a su íntimo amigo Francisco Franco hizo una parada en España cuando iba de camino al Vaticano.

El Generalísimo le propuso hacer el viaje en uno de sus barcos de guerra, y el barco donde yo estaba destinado fue el elegido.

Nos hicimos a la mar saliendo de la base de Cartagena con rumbo a Barcelona, donde estuvimos tres días.

Durante estos tres días salimos a pasear por Barcelona, pude ver por fin a mis hermanas y me enseñaron la ciudad que verdaderamente me cautivó.

A los tres días de nuestra estancia en Barcelona, se presentó Franco con su escolta acompañado por el general Trujillo.

Rendimos los honores correspondientes, y después de que se despidieran, el general Trujillo subió a bordo y pusimos rumbo a Nápoles. Allí desembarcó para trasladarse al Vaticano.

En Nápoles estuvimos dos días y disfruté de la oportunidad de conocer esta ciudad tan maravillosa con el volcán Vesubio como fondo.

Cuando Trujillo regresó del Vaticano lo volvimos a embarcar y lo llevamos hasta Cádiz donde le esperaba una flotilla de barcos de su país.

La disciplina en el barco también era muy dura, aunque allí me encontraba mejor que en el cuartel. Una vez que cumplí los dieciocho años, cursé una solicitud para dejar la Banda de Cornetas y así poder jurar bandera, pues ésta era la edad según el reglamento para tener acceso a las armas.

Aprobada mi solicitud desembarqué siendo mi destino nuevamente el cuartel.

Allí pude ver a mi hermano Domingo, ya que mi tío José Antonio le había arreglado la documentación al cumplir los quince años para que, como yo, entrara voluntario de Corneta en La Marina. Estuvimos juntos durante unos meses en el mismo cuartel, aunque no en la misma compañía, pues yo había jurado bandera y tenía el destinado en otro departamento. No obstante nos veíamos todos los días.

Después de aprobar el examen me dieron como apto para poder cursar los estudios de especialista. A partir de aquí dejé de ver a mi hermano durante unos años, ya que me mandaron junto con otros compañeros para hacer el Curso de Especialidad a San Fernando donde estaba situada la Escuela de Especialización.

En aquel tiempo mi intención era seguir la carrera militar y de esta forma intentar labrarme un buen futuro.

Me despedí de mi hermano y me subí al tren hasta San Fernando, acompañado de mis compañeros de curso. Una vez que llegamos nos incorporamos a nuestro nuevo destino, la Escuela de Aplicación de Infantería de Marina. En ella tendríamos que hacer un curso acelerado de seis meses para salir como Ayudantes Especialistas.

Si la disciplina era dura en Cartagena, allí se multiplicaba por tres. Nosotros seríamos los nuevos Suboficiales de Infantería de Marina, quienes en un futuro próximo deberíamos instruir a los jóvenes soldados de reemplazo.

A los seis meses de estudio nos examinaron.

Me esforcé bastante y para mí fue una prueba de capacidad enorme, ya que seis meses es muy poco tiempo y yo no tenía ninguna preparación, pues apenas sabía escribir y las cuatro reglas. Cuando aprobé me sentí muy satisfecho y orgulloso de mí mismo. El esfuerzo había valido la pena.

Después de haber terminado el curso nos dieron treinta días de permiso y volví junto a mi madre para poder disfrutarlo.

Al llegar a mi casa el único inconveniente que encontré es que ya no estaba mi prima Otilia. Mi tío Bernardo había vendido el rebaño de ovejas y allí no tenía ningún futuro, por lo que se fue a Vélez Rubio a trabajar.

En verdad que lo sentí mucho y la eché de menos, pues compartí tantos momentos difíciles con ella que para mí era una hermana más.

Después de estar trabajando un tiempo en Vélez-Rubio mi prima entendió que allí ella no tenía porvenir y emigró a Madrid al lado de su hermana María, esperando poder abrirse camino con un poco de suerte.

Una vez que terminé el permiso regresé a San Fernando, al cuartel del Tercio del Sur de Infantería de Marina, que es adonde nos destinaron a los que habíamos aprobado el curso. Allí estuvimos otros seis meses estudiando y haciendo prácticas.

Trascurrido este tiempo a mis compañeros y a mí nos destinaron durante un año en diferentes barcos de la Armada.

A mí me destinaron a la fragata “Vasco Núñez de Balboa” con base en San Fernando, y los demás compañeros fueron destinados a diferentes grupos de barcos, siendo su destino El Ferrol y Cartagena. Después de estar juntos un año tuvimos que despedirnos, a algunos de ellos ya no los volvería a ver nunca más.

El barco en el que a mí me tocó embarcar estaba en reparación en el Arsenal de la Carraca, en San Fernando. Su reparación llevó unos seis meses, pues era un barco muy viejo y estaban reconstruyéndolo.

Renové mi contrato con la Marina cuando servía en ese barco, ya que mi intención era seguir sirviendo allí.

Terminada la reparación me dieron un mes de permiso que no pude disfrutar entero, pues la Guardia Civil vino a mi casa con una orden de incorporación inmediata a mi destino. Pensé que algo grave debía suceder para que me llamaran tan urgentemente.

Al incorporarnos nos informaron que nos hacíamos a la mar con rumbo al antiguo Sahara Español, ya que por aquel tiempo estalló el conflicto en el que los nativos se sublevaron reclamando la independencia de España.

Nuestra misión fue exclusivamente la vigilancia de toda la costa de aquel territorio así que nuestras vidas no corrieron peligro alguno ya que estábamos a una distancia prudencial de la costa y aquellas guerrillas no tenían armamento de largo alcance. Durante aquellos cuarenta días que estuvimos allí nuestra única intervención fue el bombardeo a un campamento que estaba tierra adentro. Si hubo muertos o heridos nosotros nunca nos enteramos y ni tan siquiera recibimos contestación por su parte.

Después de cuarenta días vino a relevarnos otra fragata, así que pusimos rumbo hacia Las Palmas de Gran Canaria.

A los seis meses de estar en Canarias recibimos órdenes de dirigirnos al departamento marítimo de Cádiz, que era donde estaba destinada nuestra fragata.

Una vez cumplido el año de embarque que me exigían para mi carrera militar, desembarqué y me destinaron nuevamente al Tercio del Sur de Infantería de Marina. El trabajo a desarrollar por mi parte fue el de Cabo Instructor de Reclutas, es decir, enseñaría instrucción a los que se incorporaban a filas para cumplir su servicio militar.

Llegué a mi casa de permiso una nochevieja y como mi madre no estaba en casa, ya que llegué de noche, y la puerta estaba cerrada me dirigí a la casa de una nueva vecina de mi madre con intención de esperar un rato allí hasta que ella regresara. Era invierno y hacía mucho frío, pero tuve buen recibimiento.

Aparte de invitarme para que me sentara al fuego y me calentara, me invitaron a cenar, cosa que yo agradecí mucho ya que tenía mucha hambre.

Pero lo que en verdad me llamó la atención de cuanto pude ver allí, fue una zagala, hija de esta mujer, que con sus quince años hizo que los latidos de mi corazón se pusieran a cien. Pensé para mí:
Como esta zagala me quiera, tiene que ser para mí.

Y no me equivoqué. Al poco tiempo me casé con ella. Lo malo de mi precipitación al casarme fue que durante algún tiempo ella tendría que quedarse viviendo en casa de sus padres, ya que yo no tenía medios para conseguir una vivienda y así poder hacer una vida en pareja.

Pero poco me quedaba que estar en San Fernando ya que caí enfermo de tuberculosis. Me mandaron a un sanatorio para tuberculosos, uno de los que en aquellos tiempos tanto abundaban por nuestra piel de toro. El sanatorio era propiedad de la Marina y estaba situado en la Sierra de Guadarrama, en Madrid. Subí al tren en San Fernando y me condujo hasta Madrid donde tuve de nuevo la oportunidad de ver a mi prima Otilia.

Pasé un sólo día en su compañía. Me enseñó Madrid y recuerdo que aquella noche fuimos al cine a ver una película cómica. Lo pasamos muy bien y nos hicimos una fotografía que aún conservo en mi álbum. Al día siguiente después de despedirme subí al tren hacia Guadarrama e ingresé en aquel sanatorio.

Después de que me hicieran una revisión mi inquietud disminuyó. Los médicos me tranquilizaron y quitaron importancia a mi problema. Según ellos la sangre que a veces expulsaba por la boca se debía a la rotura de un pequeño capilar en el pulmón, que por un simple esfuerzo podía reventarse con facilidad provocando un derrame. Con reposo y unas pastillas que se llamaban Diapasit pronto estaría curado.

Estuve allí ingresado unos trece meses. La mejor época de toda mi vida militar. El trato era bueno y la comida abundante y a la carta. Aquello en vez de un sanatorio parecía un hotel de tres estrellas.

Un día de aquellos recibí una carta de mi esposa que me hizo muy feliz. En ella me comunicaba que iba a ser papá y esto me causó mucha alegría pero también tristeza, ya que nos separaban muchos kilómetros y en casos como éste es cuando una pareja se necesita más.

Llegó el día en el que debía nacer mi hijo y pedí un permiso al Director de aquel Centro. En un principio se opuso alegando que aquello era un sanatorio de enfermos y que no había ningún precedente de que allí se hubiera dado nunca un permiso, no obstante, ante un caso tan especial como el mío, dijo que estudiaría el caso y ya me diría algo. Al día siguiente me llamó a su despacho comunicándome que tenía concedidos siete días de permiso.

Pronto hice la maleta y me dispuse a subir al tren que me conduciría al paraíso, porque eso era lo que mi mujer y mi hijo significaban para mí, el paraíso. Aquel tren me conduciría hacia los seres que yo más quería y por los que bien merecía la pena luchar en esta vida.

Llegó el día del nacimiento de mi hijo y en recuerdo a mi padre le pusimos por nombre Domingo. Yo estaba feliz y contento. Pero después de tanta alegría pronto llegó la tristeza, los siete días de permiso se habían cumplido y debía dejar a mi mujer y a mi hijo.

Cumplidos los trece meses de mi estancia en aquel sanatorio me dieron de alta y nunca más me resentí de aquel problema. Como a los que daban de alta allí podían pedir destino solicité Cartagena que era el sitio más próximo a la casa donde vivía mi mujer.

De camino a Cartagena di un pequeño rodeo con el tren para poder visitar a mi mujer y a mi hijo, aunque sólo un día, ya que tenía fecha para presentarme en el cuartel.

Cuando me quedaban tres meses para finalizar mi contrato con la Armada me propuse buscar trabajo y vivienda en Cartagena para poder traerme lo antes posible a mi familia.

Seguir en la Marina habría significado pasar más tiempo lejos de ellos, volver de nuevo a San Fernando para hacer otro curso de especialidad y otro año de embarque.

El único trabajo que encontré fue un puesto en las famosas minas de plomo de La Unión.

Busqué una pequeña casa y cuando me disponía de ir en busca de ellos recibí una carta que me rompió el corazón en mil pedazos. En ella mi mujer me comunicaba que nuestro hijo había fallecido.

Pedí en la empresa dos días de permiso y fui en busca de mi mujer para empezar los dos juntos una nueva vida. Y dentro de la desgracia, ¡que felicidad!, por fin lográbamos poner fin a la distancia que nos separaba.

El trabajo en las minas es muy duro. Un sueldo bajo que no te daba ni para vivir y la casi inevitable silicosis.

Vi morir a algunos compañeros a consecuencia de ella y la verdad es que cogí mucho miedo y aún más cuando aquellos pobres hombres con sus pulmones llenos de plomo me aconsejaban, y me decían:
Zagal no seas tonto, tú eres joven y si no quieres verte como nosotros, no te hagas viejo aquí.

Sabía que tenía que irme de allí a la primera oportunidad que se presentara.

A los seis meses de estar trabajando en la mina vino mi madre a vernos, pues había ido a Barcelona a ver a mis hermanas y de regreso hacia el pueblo decidió dar un pequeño rodeo para venir a visitarnos. A mi madre no le gustó nada que yo estuviera trabajando en una mina.

Nos habló de que la situación económica de mis hermanas era muy buena, particularmente la de Isabel que ya estaba casada. Nos contó que tenía una niña que era una monada a la que pusieron por nombre Ana. Isabel tenía su propia casa y aunque trabajaban los dos, gozaban de una situación económica mejor que la nuestra, pues para comer, vestir y criar a su hija no les faltaba. Mi madre me aconsejó que no fuera tonto, que dejara aquel trabajo tan penoso y que nos fuéramos a Barcelona, que allí íbamos a tener más oportunidades y posiblemente hasta podríamos trabajar los dos.

Con los consejos de mi madre y las ganas que yo tenía de poner fin a mi trabajo en las minas se colmó el vaso de nuestra paciencia y nos trasladamos a Barcelona.

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